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Por Rolando Cordera.- En los últimos años, el mundo y nosotros con él hemos buscado “normalizar” la violencia, dejando a un lado los diagnósticos que sobre esta lacra también inundan nuestros buzones virtuales. Nos hemos acostumbrado a convivir con la brutalidad y su compañera la violencia, sin tomar nota cabal de que ambas constituyen una lacra corrosiva. No sólo son los medios de información los que a diario nos saturan de recuentos y relatos sobre actos criminales, siempre de la mano con la violencia y los violentos; también son los medios mismos los que se solazan con los episodios que nos asestan como si fuesen relatos pulcros de una vida cotidiana hecha pedazos hasta entronizar al miedo como virtud cardinal. 

La violencia ha sido, en efecto, una constante en nuestra historia nacional y patria o adulterada; lo grave es que ahora la vemos como una constante del presente con la que hay que aprender a vivir sin remilgos. De maneras diversas, los mexicanos estamos sometidos a su influencia, explícita o subliminal, que condiciona discursos y discusiones, relaciones y emociones, corridos y hasta himnos. 

En rigor, la seguridad es una ilusión de nuestro tiempo mexicano, el de ahora, que alevosamente superó a aquel con cuyo estudio Carlos Fuentes buscaba revisar y recrear nuestras evoluciones. 

Vemos y escuchamos informaciones sobre el odio, las masacres y su crecimiento inaudito, lo mismo en Europa que en América, en Asia que en África y el Medio Oriente. En Ucrania, un dictador siniestro arrastró a vastas franjas de su población a tomarse Ucrania y, de pasada, apoderarse de territorios y activos humanos de todo tipo, simplemente porque les correspondía. Y en Gaza asistimos a una negación colosal de la historia doliente del pueblo judío y de las sangrientas jaculaciones de los fanáticos que sólo le piden al Profeta tiempo para la revancha. 

Entre nosotros, y sin despreciar los logros contra el crimen de que el gobierno da cuenta, se ha impuesto como sello funesto la violencia criminal como parámetro y variable. Aquí y ahora sigue su brutal curso. 

A nueve días de que Carlos Manzo, el presidente municipal de Uruapan, Michoacán, fuera asesinado en medio de un nutrido festival popular, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó en Palacio Nacional (el pasado día 9) los 12 ejes que dan cuerpo al llamado Plan Michoacán por la Paz y la Justicia. Se trata de toda una estrategia integral que contempla más de 100 acciones y una inversión (mixta) de más de 57 mil millones de pesos. Ante la presencia de cárteles y verdugos, de jóvenes destrozados y convertidos en sicarios y luego en víctimas, la mandataria postuló que “la seguridad se sostiene garantizando los derechos del pueblo a la educación, a la salud, a la vivienda y al empleo digno para el desarrollo con justicia y bienestar”.

Veremos si este nuevo proyecto para el desarrollo humano cambia algo la precaria situación en ese estado. Sin embargo, admitamos que más allá de la investigación seria y exhaustiva de lo ocurrido en Uruapan por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, algunos de sus primeros hallazgos han sido teñidos por los dimes y diretes, encubrimientos reales o supuestos, en torno a responsabilidades y protocolos cuyo eje tiene que ser, no puede ser de otra forma, una violencia sin fronteras. Es frente a ella, que se ha apoltronado, que tendremos que reflexionar sobre lo que somos, lo que queremos ser como comunidad, lo que no hemos podido convertir en sustancia de una sociedad madura que quiere ser, además de democrática, constitucional. 

No se trata de dejar que el tiempo corra, se estigmaticen regiones y redescubramos las fatalidades del mexicano. Es mucha la corrupción y más la indolencia que rodean la tragedia de hoy y de mañana. No podrán las fuerzas políticas, de querer hacerlo, extirpar lacra y simulaciones enraizados en el territorio y su difícil orografía. Menos se podrán exorcizar los espectros de la devastación humana en que nos hemos metido con meras convocatorias y simulacros de (re)unificación nacional, que no hacen sino exacerbar y diseminar una suerte de esquizofrenia maligna que corroe esfuerzos y ponernos de cara a una república que pudo ser, pero… 

Después de años de la actuación de los grupos criminales de todo signo, los métodos de la delincuencia se han refuncionalizado. Las cifras –conocidas– de muertos y desaparecidos dan una idea del tamaño de la corrosión, una crisis que nos cruza. Más allá de los “éxitos” y destrezas de los grupos criminales ha sido –y es– la incapacidad y complicidad de muchas autoridades, la falta de instituciones preparadas, técnica y moralmente, para realizar un trabajo que cada vez es más sofisticado, complejo, global y letal. 

Ya van muchos aniversarios. ¿Violencia es destino?

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