Por Pablo Martínez.- Escuché alguna vez a un profesor criticar la inclusión de calidad y excelencia en el artículo 3º de la Constitución. Decía que, aunque suenan positivos, estos términos son redundantes y ocultan desigualdades de clase, género y cultura. La “calidad” terminó reducida a parámetros de evaluación y control, subordinando la pedagogía a indicadores técnicos. Ahora bien, a diferencia de la excelencia, que opera como distinción elitista, la calidad educativa sí tiene un reconocimiento sólido en la discusión internacional y ha servido para evaluar pertinencia, equidad y relevancia. Podría ser una ruta de mejora si se libera de su sesgo tecnocrático y se replantea desde lo pedagógico y lo social, entendida no como control, sino como compromiso con la equidad y el derecho a aprender, capaz de orientar políticas que respondan a las necesidades de las mayorías y a la diversidad cultural del país.
Hoy aparecen con fuerza múltiples cursos y capacitaciones bajo un nuevo concepto: el coaching educativo; éste se presenta como una metodología innovadora que busca “potenciar el rendimiento”, “empoderar al alumno” y “desarrollar su máximo potencial”. Sin embargo, en la práctica se traduce en estrategias burdas que poco hacen por cambiar la realidad social y laboral de las y los docentes. Su retórica motivacional promete acompañamiento y transformación, pero termina ofreciendo soluciones superficiales que ignoran los problemas estructurales, como la sobrecarga administrativa, falta de recursos, desigualdades salariales, condiciones de trabajo precarias, etcétera.
La calidad (mal entendida) traslada al docente la obligación de responder a indicadores externos; la excelencia coloca sobre el estudiante la presión de sobresalir frente a sus pares, y el coaching interpela a cada individuo para que descubra y explote su potencial. En los tres casos se sostiene una narrativa individualizante (“si quieres, puedes”) que invisibiliza las desigualdades de recursos, las brechas culturales y las discriminaciones históricas de género y etnia. Bajo esta lógica, el discurso motivacional del coaching no representa una verdadera innovación, sino que reproduce el mismo espejismo, responsabilizar a docentes, alumnas y alumnos de problemas estructurales más amplios, como aulas saturadas, carencia de infraestructura, desigualdad digital o ausencia de apoyos comunitarios.
El riesgo del espejismo motivacional que plantea el coaching educativo es similar al de los discursos de la excelencia, se sostienen en un vocabulario empresarial (rendimiento, competencias, empoderamiento) que desplaza la atención de los problemas reales del sistema. Su atractivo radica en que parecen soluciones modernas y positivas, pero en el fondo terminan responsabilizando al docente y al alumno de carencias estructurales mucho más amplias. Si un estudiante no mejora, la explicación no puede reducirse a que “le faltó autoconciencia” o que “no desarrolló su potencial”; lo que debe revisarse son las condiciones materiales y sociales que limitan el aprendizaje.
En cierta medida, tanto la calidad como la excelencia han funcionado como dispositivos de distinción, civilización y obediencia. La excelencia, dijo mi profesor, busca imponer una cultura de “buenas maneras”, donde lo popular debe aspirar a modelos impuestos desde arriba, legitimando la obediencia y el mérito como caminos únicos hacia el reconocimiento. La calidad, por su parte, se presenta como un saber técnico y honorable, pero en realidad opera como mecanismo de vigilancia que normaliza la idea de que las mayorías (en especial el magisterio) deben someterse a estándares externos, casi como en una república platónica gobernada por expertos. Ambas categorías esconden un proceso civilizatorio que, bajo la apariencia de neutralidad, reproduce jerarquías de clase y saber.
El coaching educativo se inserta en esta misma lógica, aunque bajo una envoltura más amable. Se promociona como una alternativa horizontal, basada en la empatía y la motivación, pero en el fondo mantiene el carácter ilusorio de las viejas promesas: responsabilizar al individuo de su éxito o fracaso. Así como la excelencia distingue y la calidad controla, el coaching propone que basta con “descubrir el propio potencial” para transformar la realidad, soslayando las condiciones estructurales que limitan el trabajo docente y el aprendizaje. Con ello, se convierte en una nueva versión del mismo proceso civilizatorio, fórmulas aparentemente innovadoras que, lejos de cambiar la situación social y laboral de maestros y alumnos, terminan reforzando la desigualdad.
LA JORNADA
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