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En 1989, días antes de su ejecución, Ted Bundy –uno de los asesinos en serie más notorios de Estados Unidos– concedió una entrevista que aún hoy suscita polémica. Frente a las cámaras, atribuyó el origen de sus despiadados crímenes a su adicción a la pornografía violenta. Muchas personas interpretaron estas palabras como una estrategia para desviar la atención de sus actos. Pero ¿y si su declaración apuntaba, al menos en parte, a un problema real?

Aunque conviene tomar su testimonio con escepticismo, lo cierto es que la relación entre el consumo de pornografía y la violencia contra las mujeres ha sido objeto de estudio durante décadas. Y si bien no existe un consenso absoluto, la evidencia empírica sugiere que este vínculo no puede continuar siendo ignorado.

Las investigaciones sobre este tema han arrojado resultados heterogéneos, aunque existe una tendencia clara: el consumo frecuente de pornografía –especialmente aquella de contenido violento o degradante hacia las mujeres– se asocia con actitudes más permisivas hacia la violencia sexual y con una menor empatía hacia las víctimas.

Como muestra de ello, un metaanálisis de 2016, publicado en Journal of Communication, reveló que el consumo de pornografía se relaciona con una mayor propensión a adoptar conductas sexuales violentas, especialmente entre hombres jóvenes. De forma consistente, una revisión sistemática más reciente encontró que el consumo de pornografía violenta incrementa la probabilidad de cometer agresiones sexuales, particularmente entre varones. Además, otro estudio mostró que quienes consumen este tipo de contenido tienden también a minimizar la gravedad de la agresión sexual, lo que podría contribuir a normalizar este tipo de conductas.


Dinámicas de humillación

Es importante señalar que no toda la pornografía posee el potencial de producir los mismos efectos. De hecho, numerosas investigaciones diferencian entre el contenido no violento y aquel que normaliza dinámicas de dominación, coerción o humillación. Sin embargo, la pornografía más consumida –es decir, la que circula en las principales plataformas digitales gratuitas– responde justamente a estos últimos patrones: relaciones asimétricas de poder, violencia física o verbal, mujeres cosificadas y hombres que ejercen un control absoluto sobre el acto sexual.

La pornografía no es el origen de la violencia sexual contra las mujeres, pero sí la amplifica y la erotiza. Sus imágenes refuerzan estereotipos profundamente arraigados sobre los roles de género: el hombre como sujeto dominante y activo; la mujer, como objeto pasivo y siempre disponible.

En un contexto en el que muchas personas, especialmente adolescentes, acceden a estos contenidos antes de haber recibido cualquier tipo de educación sexual formal, el riesgo de que actúen como una guía distorsionada del deseo es alto.

Numerosos estudios han demostrado que el consumo temprano de pornografía se asocia con expectativas sexuales poco realistas, dificultades para establecer relaciones afectivas saludables y confusión en torno al consentimiento. Más preocupante aún es que muchos y muchas jóvenes tienden a normalizar prácticas sexuales violentas o degradantes bajo la creencia de que forman parte del “sexo real”.


¿Por qué evitamos hablar del tema?

A pesar de su omnipresencia, la pornografía continúa siendo un tema incómodo, incluso en el ámbito académico. Las investigaciones sobre sus potenciales efectos existen, pero a menudo se discuten en círculos especializados, lejos del debate público. Esta distancia no es baladí: tiene consecuencias.

Diversos estudios indican que aproximadamente la mitad de los y las adolescentes han consumido pornografía online antes de los 15 años, y muchos de ellos y ellas manifiestan que estos contenidos modularon su forma de entender el sexo y las relaciones afectivo-sexuales.

Como se desprende de todo esto, el problema es estructural: gran parte de la pornografía más consumida refuerza patrones de dominación masculina, cosificación femenina y naturalización de prácticas sexuales violentas. No se trata de excepciones, sino de una narrativa dominante dentro del contenido pornográfico mainstream. La escasez de representaciones sexuales basadas en la reciprocidad, el consentimiento explícito y el placer mutuo no es casual, sino reflejo de una industria orientada a reproducir modelos hegemónicos del deseo.


Escuchemos a Bundy

El testimonio de Ted Bundy no constituye una prueba científica, pero tampoco debería ser desoído: en cierto modo, actúa como una advertencia. La ciencia ha demostrado que existe una relación, aunque compleja, entre el consumo de pornografía violenta y la normalización de actitudes sexistas, violentas o insensibles hacia las mujeres.

Esto no significa que todos los usuarios desarrollarán conductas violentas. Pero sí sugiere que, en contextos donde ya existen factores de riesgo (como déficits empáticos, masculinidades tóxicas o aislamiento social), el consumo habitual de pornografía puede favorecer la internalización de esquemas cognitivos que justifican o trivializan la violencia sexual.

La discusión no debería centrarse únicamente en el caso de un asesino serial, sino en cómo permitimos que millones de personas –en especial adolescentes– asuman la violencia como parte del sexo. ¿Qué se termina deseando cuando la violencia sexual se erotiza? ¿Y qué tipo de relaciones afectivo-sexuales estamos construyendo a partir de esos referentes?

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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