Las voces de los inmigrantes trans y queer detenidos en el Centro de Procesamiento del Sur de Luisiana (SLIPC) emergen como testigos de una realidad oculta: denuncian acoso sexual, trabajo forzado, represalias y una sistemática negación de sus derechos básicos. Sus relatos, recogidos en denuncias legales y entrevistas con organizaciones de derechos humanos, exponen un entramado de impunidad al interior de ICE.
Detenidos como Mario García-Valenzuela, Kenia Campos-Flores, Mónica Rentería-González y una persona identificada como “Jane Doe” narran cómo fueron reclutados para labores peligrosas, agredidos física y sexualmente, y castigados cuando intentaron alzar la voz. En medio de un sistema diseñado para silenciar, estos testimonios permiten visibilizar que la vulnerabilidad trans y queer no desaparece detrás de los muros.
Trabajo forzado disfrazado de voluntariado
Según The Guardian, en el SLIPC, se obliga a los inmigrantes trans y queer a realizar labores pesadas por apenas un dólar al día. García-Valenzuela relata que movía archivadores metálicos, bloques de concreto y limpiaba con químicos sin equipo de protección. Cuando reclamó lesiones, fue desnudado y humillado por el subdirector Manuel Reyes y sus cómplices.
Campos-Flores describió fuertes migrañas, dolor en el pecho y quemaduras tras usar productos de limpieza tóxicos en turnos nocturnos. Reyes, según su declaración, irrumpía en su dormitorio para robar pertenencias íntimas y acosarla sexualmente.
Mónica Rentería-González sufrió quemaduras en los pies cuando un químico se filtró por sus zapatos, mientras Reyes la tocaba por detrás y la vigilaba desde cámaras incluso en zonas privadas.
Abuso sexual, amenazas y control del poder
El caso de “Jane Doe” representa la dimensión más grave del abuso: afirmó haber sido forzada a realizar sexo oral casi a diario entre febrero y mayo de 2024, bajo amenaza de muerte si se resistía. Reyes incluso habría mencionado tener la dirección de su familia en República Dominicana, usándola como arma de chantaje.
Cuando intentó denunciar a las autoridades del ICE y presentar quejas bajo la Ley para la Eliminación de las Violaciones en Prisiones (Prea), no obtuvo respuesta. En cambio, recibió represalias: se le impidió el acceso a atención médica para su epilepsia y fue vigilada intensamente dentro del centro. Su voz, como la de otros detenidos, fue enterrada bajo el peso del miedo institucional.
Castigo por hablar: represalias institucionales
Quienes denunciaron fueron castigados. García-Valenzuela fue enviado al aislamiento y acusado falsamente de intentar autolesionarse. Rentería-González fue recluida sola durante semanas tras mencionar el nombre de Reyes en una queja con ICE. Otros relatan que les negaron medicinas, les ofrecieron raciones mínimas y los trataron como “bestias” para quebrar su voluntad.
Estos castigos operan como una herramienta de control: debilitan la capacidad de resistencia de las víctimas y refuerzan el silencio. En instalaciones privadas como SLIPC, las represalias también protegen intereses comerciales y complicidades institucionales.
El contexto político que exacerba la crisis
Estas denuncias ocurren en plena ofensiva política que recorta protecciones para personas LGBTQ+ bajo custodia federal. La actual administración revierte normas que permitían identificarse como transgénero y obliga a asignar detenidas/os al sexo asignado al nacer, lo que aumenta el riesgo de abuso.
Además, se han eliminado divisiones del DHS dedicadas a derechos civiles y supervisión, dejando a los detenidos sin vías reales de protección. Las organizaciones que representan a los denunciantes advierten que esta degradación institucional facilita que los inmigrantes trans y queer sean tratados como cuerpos prescindibles.
Un sistema que pone precio a la dignidad
Desde 2019, SLIPC es operado por Geo Group, empresa privada que mantiene contratos millonarios con ICE. Inspecciones internas del DHS y reportes de la Facultad de Derecho de Yale han documentado negligencia médica, hacinamiento, condiciones insalubres y abandono de quienes padecen enfermedades físicas o mentales.
En un modelo de negocio basado en la detención masiva, los derechos humanos pierden prioridad. Las quejas son archivadas, las investigaciones desestimadas y la transparencia velada. Para que este modelo funcione, el silencio se convierte en un requisito.
Resistencia y demandas de justicia
Pese al terror, las personas afectadas no se someten. Rentería-González sigue su proceso mientras sueña con reunirse con su hija ciudadana estadounidense. Campos-Flores, tras ser deportada, volvió y fue detenida nuevamente para no alejarse de sus hijos. Su determinación es un llamado: “Quiero que mi lucha abra caminos para los que vienen detrás”.
Las demandas presentadas ante el DHS, ICE y la Ley Federal de Reclamaciones por Agravios buscan que el gobierno responda por omisiones, abusos y reparaciones. Las organizaciones que acompañan el caso exigen auditorías independientes, supervisión externa y el fin de la privatización del sistema migratorio.
Humanizar para responsabilizar
Los relatos de los inmigrantes trans y queer en SLIPC revelan que el sistema migratorio no solo detiene cuerpos, sino que institucionaliza el abuso y el silencio. La violencia que sufren no es accidental, sino parte de un engranaje que cosifica, vulnera y descarta.
Como sociedad, debemos exigir que los contratos públicos sean supervisados, que las denuncias no terminen en el vacío y que las personas detenidas recuperen su dignidad. En la encrucijada entre responsabilidad social y derechos humanos, el silencio ya no puede ser una opción: cada voz importa y cada abuso ignorado alimenta la impunidad.
Epoknews
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