El caso que hoy coloca a una de las empresas más reconocidas de la industria alimentaria bajo el escrutinio público inició como un conflicto laboral y terminó por convertirse en un escándalo corporativo de alto impacto. Luego de que saliera a la luz una grabación incluida en una demanda legal interpuesta por un exempleado, Campbell’s despide a un directivo acusado de realizar declaraciones racistas y clasistas sobre los productos de la empresa y las personas que los consumen.
La decisión corporativa no sólo responde a una conducta individual, sino a un problema mucho más profundo: el modo en que desde las cúpulas empresariales se observa y se nombra a quienes viven en condiciones de precariedad económica. Que Campbell’s despide a un directivo tras comentarios ofensivos devuelve a la conversación pública una pregunta inevitable: ¿qué tanto conocen realmente las empresas a las personas que sostienen su negocio?
Cómo se originó el caso por el que Campbell’s despide a un directivo
Según información de Forbes, la investigación interna de la empresa se detonó luego de que el excolaborador Robert Garza presentara una demanda en la que acusó represalias por haber denunciado conductas inapropiadas de su entonces superior, Martin Bally, vicepresidente de información. Como parte del proceso legal, se anexó un audio en el que presuntamente se escucha al ejecutivo emitir comentarios despectivos hacia los consumidores de la marca.
En la grabación, Bally habría afirmado que los productos estaban hechos para “gente pobre”, además de referirse a los productos de manera soez con afirmaciones como “Tenemos m**rda para la gente pobre”, e insinuar que Campbell’s comercializa carne artificial o bioingenierizada y que no “[quiere] comer un trozo de pollo que provenga de una impresora 3D”. Frente a la difusión del audio y tras su revisión interna, la empresa anunció que Bally dejó de laborar el 25 de noviembre, confirmando que Campbell’s despide a un directivo por considerar sus expresiones “vulgares, ofensivas y falsas”.
Asimismo, la compañía ofreció una disculpa pública por el impacto de los comentarios y defendió la calidad de sus productos, subrayando que los insumos cumplen con estándares de proveedores certificados y que no utilizan carne cultivada en laboratorio ni impresión de alimentos en 3D. Bally, por su parte, no respondió a las solicitudes de la prensa especializada para dar su versión de los hechos.
El caso rápidamente dejó de ser una disputa entre empresa y empleado para convertirse en un ejemplo público de cómo el lenguaje discriminatorio desde una posición de poder puede culminar en una crisis corporativa de gran escala.
El costo empresarial del clasismo y el racismo
Cuando una empresa enfrenta un caso de esta magnitud, el impacto no se limita a la desvinculación laboral de un ejecutivo. Daños reputacionales, pérdida de confianza de consumidores, cuestionamientos al liderazgo interno e incluso posibles afectaciones bursátiles son parte del costo real de una crisis provocada por discursos de odio dentro de una organización.
El hecho de que Campbell’s despide a un directivo en medio de esta controversia es una decisión que busca enviar un mensaje claro de rechazo al racismo y al clasismo. Sin embargo, en un entorno donde la coherencia entre discurso y acción es evaluada constantemente, el reto está en demostrar que se trata de un cambio estructural y no de una reacción táctica ante la presión mediática.
Este tipo de situaciones también pone a prueba los protocolos internos de ética, diversidad e inclusión. Las compañías quedan obligadas a revisar sus mecanismos de prevención, denuncia y sanción, así como a garantizar que la cultura organizacional no permita la normalización de expresiones que refuercen estigmas sociales.
Más allá del escándalo: el deber social de las marcas
El caso por el que Campbell’s despide a un directivo no sólo interpela a una empresa, sino a toda una industria. Las marcas de consumo básico tienen una responsabilidad adicional: alimentan a millones de personas que tienen los mismos derechos que cualquiera a acceder a alimentación saludable. Tratar a estas poblaciones como segmentos desechables o secundarios es una forma de violencia simbólica que se traduce en exclusión social.
Este tipo de declaraciones surgen, en muchos casos, desde una profunda desconexión con la realidad económica de la mayoría. Millones de trabajadores viven en condiciones de pobreza laboral, con salarios que no alcanzan para cubrir necesidades básicas. Sus decisiones de consumo no son una elección ideológica, sino una necesidad de supervivencia. Comprar lo que se puede y no lo que se quiere es una constante en hogares donde el ingreso se erosiona antes de llegar a fin de mes.
A esto se suma un entorno donde las jornadas laborales extensas y los traslados extenuantes reducen el tiempo disponible para cocinar, descansar o convivir. La comida procesada, en ese contexto, es más una solución de emergencia que una preferencia cultural. Despreciar ese consumo es despreciar la realidad de millones de personas.
Por ello, el caso plantea una oportunidad: reflexionar cómo las empresas pueden ser agentes de cambio social. No basta con ofrecer productos accesibles; es necesario dignificar al consumidor, reconocer sus condiciones materiales y asumir que ningún modelo de negocio puede sostenerse éticamente sobre el estigma hacia quienes lo hacen posible.
Cómo las empresas pueden ser parte de la solución
El escándalo por el que Campbell’s despide a un directivo nos invita a pensar en cómo, desde su labor y responsabilidad social, las compañías pueden emprender acciones para generar mayor justicia social. Las siguientes son algunas acciones que las empresas pueden poner en práctica:
La ética no es un discurso, es una práctica
Si bien el hecho de que una compañía como Campbell’s despide a un directivo debido a sus declaraciones racistas y clasistas, una verdadera solución a este tipo de incidentes requiere cambios más profundos. La ética corporativa no se mide por comunicados, sino por estructuras que previenen abusos y culturas que respetan a todas las personas.
Los consumidores ya no sólo compran productos: evalúan valores. En una era donde la responsabilidad social es parte de la competitividad, ninguna empresa debería generar productos que no dignifique a los consumidores. Porque en los mercados del siglo XXI, el respeto humano no es una opción… es el mínimo indispensable.
EXPOKNEWS

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