Por Víctor Quintana.- “Sin maíz no hay país” es la divisa de un amplio movimiento social de personas productoras, artistas, intelectuales. “Sin maíz no hay negocio” podría ser el eslogan de las empresas Cargill, Archer Daniels Midland, Tyson o Pilgrim’s. No se trata del mismo grano: el primero es el maíz blanco para la alimentación básica del pueblo mexicano. El segundo, el maíz amarillo que se utiliza en la engorda del ganado; en la producción de carne, leche y huevo o se va a múltiples usos industriales.
Aunque ambos maíces son importantes para la alimentación y la industria y es válido que sean negocios con margen razonable de ganancia, deben ser objeto de políticas públicas diferenciadas. Son dos productos distintos histórica, cultural, social y económicamente, con cadenas de valor totalmente distintas.
Hay que esclarecer algunos datos sobre nuestro maíz: de 2018 a 2024, la producción nacional de maíz blanco ha oscilado entre 21.4 y 24.5 millones de toneladas para un consumo nacional de 21 millones de toneladas. Las importaciones de este grano han oscilado entre 1.1 millones de toneladas en 2018 y 200 mil en 2024. Somos prácticamente autosuficientes en este grano.
Contra lo que se piensa comúnmente, 70 por ciento del maíz blanco se produce en 85 por ciento de la superficie sembrada, en parcelas de una a 20 hectáreas por 2 millones 432 mil 892 agricultores, que constituyen 99 por ciento del total de productores. Precisando más: 72.63 por ciento de las personas productoras cultivan predios entre cero y 2 hectáreas y generan 16 por ciento de la producción nacional, con un rendimiento de 1.85 toneladas por hectárea. De los 16 millones de toneladas producidas en predios hasta de 20 hectáreas, 6 millones se dedican al autoconsumo y 10 millones se van al mercado.
En 15 por ciento de la restante superficie sembrada se genera 30 por ciento de la producción nacional por poco menos de 17 mil personas productoras que no llegan ni a 0.7 por ciento del total de productores, pero que obtienen mucho mejores rendimientos. Más de 80 por ciento del maíz blanco se produce en 12 estados de la República: Sinaloa, Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Chiapas, estado de México, Guerrero, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Campeche.
Es necesario diseñar y operar una política pública que incentive la producción de maíz blanco, sobre todo donde están los productores de mayor pobreza y menores rendimientos por hectárea. Una política de este tipo debería comprender algunos factores indispensables: en primer lugar, entender la racionalidad campesina de esta región y por qué las personas productoras deciden no aumentar la siembra de maíz blanco. En segundo, diseñar una política de precios y coberturas que disminuyan los riesgos y proporcionen seguridad a los pequeños productores, a la vez que se ordenan los mercados. En tercero, poner en marcha un proceso de mejora genética de semillas, capacitación y asistencia técnica a los productores con menores rendimientos. Además, habría que prever la respuesta al gran desafío de la logística, la infraestructura que implican el transporte, acopio y almacenamiento y comercialización de la producción excedente. La política para incentivar la producción de maíz blanco para pequeños productores de los estados más pobres debe ser integral y alinear a ella programas como el de Producción para el Bienestar, Fertilizantes para el Bienestar y Escuelas de Campo.
No puede dejarse de lado que el logro de la autosuficiencia y soberanía en un grano estratégico como el maíz blanco tiene que considerar en un momento dado acudir a los subsidios y algunos gastos extras. Ya se ha hecho: entre 2022 y 2025, los recursos emergentes federales y estatales erogados sólo a Sinaloa para apoyar la producción de maíz blanco sumaron 15 mil 68 millones de pesos, un promedio de 3 mil 767 millones de pesos anuales. Habría que ver de cuánto es posible disponer para otros estados más pobres, con posibilidades productivas.
Diseñar y operar una política específica para el maíz blanco no significa que se deje al laissez faire la producción, comercialización e importación del maíz amarillo.
Hay que elaborar una política de Estado muy clara y específica con respecto a este grano por varias razones: se ha ido convirtiendo en un componente básico para la dieta moderna; con el mejoramiento del nivel de vida, se incrementa el consumo de proteínas animales: carnes, leche, huevos, lo que implica mayor consumo de maíz forrajero en una industria cada vez más en manos de trasnacionales.
También se ha incrementado la producción de este grano dirigida a sus múltiples usos industriales, entre ellos el de jarabe de alta fructosa, que ha ido sustituyendo al azúcar de caña en la industria alimentaria, con sus consiguientes efectos en la salud humana. Desde principios de los años 70, el gobierno de Estados Unidos ha convertido los subsidios a la producción y exportación de maíz amarillo y del jarabe de alta fructosa derivado de él, uno de sus puntos de ataque en el mercado internacional de las materias primas. ¿Qué queremos y vamos a hacer al respecto?
Es necesario distinguir los dos maíces, ordenar los mercados de ambos, poner en marcha políticas públicas diferenciadas para cada uno de ellos, pero sin perder nunca el objetivo fundamental: fortalecer nuestra suficiencia y soberanía alimentarias, mejorando la calidad de vida de productores y consumidores.
La Jornada
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