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El conflicto en la Franja de Gaza ha desencadenado una catástrofe humanitaria: una hambruna creciente que ya ha causado decenas de muertes por inanición y ha empujado a millones de palestinos al borde del abismo. Mientras niños demacrados luchan por sobrevivir en campamentos improvisados y multitudes desesperadas se agolpan en los pocos puntos de distribución de ayuda, las partes en conflicto ofrecen narrativas opuestas sobre quién es responsable de esta tragedia.

Israel insiste en que permite suficiente asistencia y culpa a Hamás por la miseria, pero organizaciones humanitarias, Naciones Unidas y numerosos gobiernos atribuyen el desastre al bloqueo israelí y a una estrategia bélica implacable. En medio de acusaciones cruzadas, la indignación mundial va en aumento y crecen las presiones para un alto el fuego que detenga la agonía de la población civil.


¿Qué tan grave es la hambruna en Gaza?

En pocas palabras... es crítica. Más del 60% de los edificios de la franja están dañados y unos 2 millones de personas —de una población previa a la guerra de alrededor de 2.3 millones— han sido desplazadas de sus hogares, muchas hacinadas en campamentos precarios en la zona sur. La escasez de alimentos, agua potable y medicinas es extrema.

El Ministerio de Salud de Gaza ha reportado un goteo diario de muertes por desnutrición: al menos 111 gazatíes, la mayoría niños, han fallecido por falta de alimentos desde el inicio de la ofensiva israelí en 2023, y la cifra aumenta cada día. Solo en las últimas horas, se registraron otras 10 muertes por inanición. Organismos internacionales alertan que cerca de 600 mil personas sufren malnutrición en Gaza, incluidas unas 60 mil mujeres embarazadas.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que casi el 10% de las personas examinadas padece desnutrición grave o moderada —tasa que se eleva al 20% entre las embarazadas— y que los centros de tratamiento están desbordados y sin insumos.

“No sé cómo llamar a lo que está ocurriendo en Gaza si no es una hambruna masiva provocada por el hombre, y eso está muy claro. Esto se debe al bloqueo (israelí)”, denunció Tedros Adhanom Ghebreyesus, director de la OMS.

La imagen es dantesca. Familias enteras han llegado al límite de la resistencia física. Según testigos, algunos padres palestinos hierven hojas de árboles para dar algo de comer a sus hijos; hay madres que han visto morir a sus pequeños de pura debilidad, y trabajadores humanitarios que queman su propia ropa para cocinar los últimos puñados de lentejas que les quedan. Un psicólogo que atiende a niños gazatíes relató al diario El País: “Les dicen a sus padres que quieren ir al cielo, porque al menos allí hay comida”, reflejando la desesperanza de los más pequeños.

Incluso el personal de las agencias de ayuda está sufriendo: la ONU reporta que sus propios empleados en Gaza se desmayan por hambre y “se consumen ante sus propios ojos”, compartiendo las penurias de la población a la que intentan ayudar.

Frente a esta crisis, más de 100 organizaciones humanitarias y de derechos humanos alzaron la voz esta semana, emitiendo una carta abierta en la que describen cómo sus colegas y los civiles gazatíes “se están consumiendo” por el hambre. Advierten de una “propagación de la hambruna masiva” en Gaza y claman por acciones inmediatas para salvar vidas.

“Las restricciones y retrasos impuestos por el gobierno de Israel bajo su asedio total han creado caos, inanición y muerte”, afirma el comunicado conjunto de 115 ONG, que califica la situación de Gaza como una crisis totalmente evitablea. Los grupos denuncian que toneladas de alimentos, agua y suministros médicos se acumulan dentro y alrededor de Gaza, listas para entrar, “pero las restricciones y los retrasos del Gobierno de Israel generan el caos, la hambruna y la muerte”.

La misiva exige a los líderes mundiales que presionen para un alto el fuego permanente y el levantamiento de todas las trabas al flujo humanitario. La indignación de la comunidad internacional ha escalado con cada informe sobre niños esqueléticos y muertes por hambre. En una inusual muestra de unanimidad, 28 países de diversos continentes —incluidos Francia, Reino Unido, España, Canadá, Australia, Japón y otros— suscribieron una declaración conjunta responsabilizando directamente a Israel de la catástrofe humanitaria.

El Ministerio de Exteriores de Francia, por ejemplo, condenó “la degradación de la situación humanitaria, marcada por la desnutrición y el riesgo de hambruna, consecuencia del bloqueo impuesto por las autoridades israelíes”, y afirmó que Israel debe rendir cuentas por la suerte de la población civil en Gaza. París también acusó a las fuerzas israelíes de ser responsables de los tiroteos diarios en las áreas de reparto de comida, donde innumerables civiles desesperados han sido baleados.

La Unión Europea elevó el tono: “Matar a civiles que buscan ayuda es indefendible”, declaró Kaja Kallas, primera ministra de Estonia y por entonces presidenta del Consejo de la UE, advirtiendo que “todas las opciones están sobre la mesa” si Israel no cumple sus obligaciones de proteger a la población.

Líderes de países árabes también expresan su repudio: el presidente de Túnez llegó a mostrarle fotografías de niños famélicos en Gaza a un enviado de la Casa Blanca, increpándolo con ironía amarga: “En el siglo XXI, un niño comiendo arena porque no tiene nada más”.

La magnitud del sufrimiento en Gaza ha provocado protestas ciudadanas en diversas capitales del mundo y acciones legales contra gobiernos por inacción. El alcalde de Londres, Sadiq Khan, pidió al Reino Unido que reconozca al Estado de Palestina como vía para reactivar la solución de dos Estados, afirmando que la comunidad internacional “debe hacer mucho más para frenar esta matanza horrible e insensata, así como para permitir la entrada de ayuda vital” a Gaza.


¿Por qué Israel afirma que "no es el malo"?

El gobierno de Israel niega rotundamente ser el culpable de la hambruna en Gaza y rechaza las abundantes evidencias presentadas por la ONU y las ONG. Desde Jerusalén, las autoridades afirman que cualquier escasez es consecuencia de las operaciones de Hamás y del colapso del orden en el enclave, no de una política deliberada. El Ministerio de Exteriores israelí, Gideon Sa'ar, tachó las acusaciones de las ONG de “propaganda de Hamás” repetida por organizaciones. Israel sostiene que, tras una suspensión inicial, ha permitido la entrada de ayuda humanitaria en Gaza: según sus datos, unos 4 mil 500 camiones con suministros han ingresado desde que en mayo se alivió el bloqueo total que regía entonces.

Fuentes israelíes aseguran que actualmente hay alrededor de 950 camiones cargados de alimentos y otros bienes atascados en los cruces de acceso a Gaza, del lado palestino, “esperando” que alguien los recoja y distribuya, imputando la falta de repartos a supuestas ineficiencias o impedimentos internos en Gaza.

“Esos camiones están allí esperando”, afirmó enfáticamente en un comunicado COGAT, el organismo militar israelí a cargo de coordinar la entrada de ayuda.

La versión oficial israelí justifica muchas de sus acciones como medidas de seguridad. Por ejemplo, defiende el cierre del sistema tradicional de distribución de la ONU —que operaba cientos de centros de reparto en toda la Franja de Gaza— argumentando que era necesario “impedir que la ayuda llegue a manos de Hamás”, algo que Israel afirma (sin aportar pruebas públicas) que ocurría de forma sistemática y fortalecía a la milicia.

En reemplazo, Israel, junto con Estados Unidos, impulsó la creación de la Gaza Humanitarian Foundation (GHF), una fundación semiestatal que desde hace dos meses gestiona tan solo cuatro puntos principales de entrega de comida y agua en todo Gaza. La intención declarada era centralizar la ayuda en pocos lugares monitoreados para evitar desvíos, y “crear un colchón” entre la población civil y Hamás, debilitando la dependencia de los gazatíes de la organización islamista.

Sin embargo, este plan ha resultado desastroso para las organizaciones. Lejos de brindar un acceso seguro a los alimentos, los cuatro centros de la GHF se han convertido en trampas mortales para la población desesperada. Desde su apertura, más de 750 personas que acudían a recoger ayuda han muerto violentamente en esos sitios, la gran mayoría abatidas por disparos de soldados israelíes, aunque también por contratistas de seguridad privados estadunidenses que colaboran en la operación.

La GHF ha disputado estas cifras alegando que, salvo un incidente aislado provocado —según ellos— por Hamás, “nadie ha muerto en o cerca de los sitios” de entrega. En realidad, el balance ha sido más sombrío: organizaciones locales y la oficina de derechos humanos de la ONU contabilizan más de mil civiles fallecidos por disparos en torno a las áreas de reparto de comida. Los testigos describen escenas de caos: multitudes hambrientas agolpadas bajo la vigilancia de francotiradores; ráfagas de fuego que provocan estampidas y tragedias; padres que avanzan con temor entre escombros y calles expuestas, sabiendo que “tal vez consigas una caja de comida, pero no siempre podrás salir con vida”.

Un analista israelí crítico de la iniciativa, Michael Milshtein, relata que un habitante de Gaza llamó a estos puntos “el valle de la muerte”, dado el riesgo letal que implicann. La ONU y las ONG habían advertido de antemano que concentrar la ayuda en tan pocos lugares durante una guerra activa sería ineficaz y peligroso, pero Israel desoyó esos consejos. Hoy, incluso con decenas de millones de raciones teóricamente distribuidas por la GHF, la realidad es que los gazatíes evitan acercarse a esos centros si pueden, pues saben que allí “pueden matarte” en cualquier momento.

Las autoridades israelíes alegan que sus soldados no disparan intencionalmente contra civiles, sino que efectúan “tiros de advertencia” para controlar a las multitudes, y que los reportes de masacres están inflados. Ponen como ejemplo que en muchos casos, dicen, combatientes de Hamás se mezclan entre la gente o provocan desórdenes, y señalan que Hamás retiene aún a decenas de rehenes israelíes cuyo rescate es prioritario.

Israel culpa a la propia milicia islamista de la devastación general: argumenta que Hamás se atrinchera en zonas densamente pobladas y “usa a los civiles como escudos humanos”, haciendo responsables a los combatientes de las muertes de inocentes. Esta postura se resume en una reciente declaración del portavoz militar: “Si hay civiles que pasan hambre o resultan heridos, es porque Hamás eligió librar la guerra entre ellos”. De igual modo, altos funcionarios israelíes insisten en que la ayuda que entra es suficiente y que si las agencias de la ONU no logran distribuir más es debido a las condiciones de inseguridad creadas por Hamás y las “actividades terroristas” en curso.

Sin embargo, los datos en terreno de las organizaciones contradicen las afirmaciones oficiales de suficiencia. La propia ONU calcula que Gaza necesita entre 500 y 600 camiones de ayuda al día para abastecer adecuadamente a la población en circunstancias tan extremas; hoy apenas están entrando unos 70 camiones diarios, la cifra más baja desde que comenzó la guerra. Además, muchos convoyes permanecen varados esperando luz verde o condiciones seguras para entrar. Naciones Unidas reconoce dificultades logísticas por los combates en curso y la destrucción de la infraestructura, pero subraya que las estrictas restricciones militares israelíes son el factor principal que asfixia el suministro humanitario.

En otras palabras, aunque Israel haya autorizado ciertos envíos, su ofensiva y bloqueo simultáneo hacen prácticamente imposible la distribución eficaz dentro de Gaza. “Incluso si llegan más convoyes, la gente morirá de hambre sin un alto el fuego”, sentenció The Economist al analizar el panorama: el nivel de alimentos que alcanza a los gazatíes es “vergonzosamente bajo”, y los civiles no pueden desplazarse a pie a recoger provisiones porque el infierno en que se ha convertido Gaza —con francotiradores de gatillo fácil, pandillas armadas y bombardeos constantes— lo impide.


¿Por qué ambas narrativas son difíciles de asimilar para cada bando?

Detrás del choque narrativo sobre la hambruna subyace un debate más amplio sobre los objetivos y métodos de esta guerra. Críticos señalan que la continuación de la ofensiva israelí en Gaza, una vez neutralizada gran parte de la amenaza militar de Hamás, carece de lógica estratégica y parece responder más bien a consideraciones políticas internas de Israel. Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí, depende de una coalición con partidos de extrema derecha que rechazan cualquier concesión. Figuras como Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir —ministros clave— han abogado abiertamente por reocupar Gaza “para siempre” e incluso restablecer asentamientos israelíes allí.

En 2024 estas ideas parecían marginales, pero conforme la guerra se alargó, la línea dura ganó terreno en la toma de decisiones. Netanyahu, que hace un año descartaba una ocupación total, ahora evita desmentirlo categóricamente. Su gobierno ha barajado “fantasías” —en palabras de un exasesor militar— como la creación de una “ciudad humanitaria” cercada donde concentrar a los palestinos de Gaza bajo tiendas de campaña y programas de “desradicalización”, o el armado de clanes y bandas locales para que se enfrenten a Hamás.

Analistas y mandos militares juzgan que estos planes son “una ilusión total” e incluso ilegales, pues acorralar a los gazatíes de ese modo equivaldría a una limpieza étnica encubierta. Oficiales de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han filtrado su oposición a destinar tropas a administrar campamentos de desplazados, señalando que esa no es una misión militar legítima.

“En Israel preferimos fantasías a una estrategia realista, y la GHF es una de ellas”, comenta con frustración Michael Milshtein, el exfuncionario israelí que desde el inicio criticó el plan de los centros de ayuda controlados. “Lamentablemente, fue una pérdida de tiempo, de energía y de la vida de muchos palestinos”, dice sobre ese proyecto fallido.

La narrativa de “¿Quién tiene la razón?” en esta hambruna también se ve afectada por factores externos, especialmente la postura de Estados Unidos. Durante 2024, la Administración de Joe Biden trató de contener los impulsos maximalistas de la coalición de Netanyahu, dejando claro públicamente que “Gaza es territorio palestino y seguirá siéndolo” y que Washington no toleraría desplazamientos forzosos de la población gazatí.

Esa presión contribuyó a frenar, en parte, las ideas más extremas y a centrar las operaciones en la eliminación de líderes de Hamás, no en recolorear el mapa político de Gaza. Sin embargo, tras la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca a comienzos de 2025, el péndulo dio un giro. En febrero, Trump sorprendió al mundo al declarar, junto a Netanyahu en Washington, que Estados Unidos “tomará el control de Gaza” y que la franja podría convertirse en “la Riviera del Medio Oriente”.

Trump sugirió abiertamente la reubicación masiva de los dos millones de habitantes de Gaza hacia otros países, jactándose de que a muchos les encantaba la idea de que Estados Unidos “poseyera ese pedazo de tierra”. Estas palabras, leídas de un discurso preparado, equivalían a respaldar una limpieza étnica a gran escala, algo prohibido por el derecho internacional.

La extrema derecha israelí aplaudió entusiasmada la propuesta de Trump, viéndola como luz verde para perseguir sus objetivos más ambiciosos: expulsar a Hamás y quizás también a buena parte de la población palestina. En cambio, los países árabes reaccionaron con alarma y rechazo. Arabia Saudí, Egipto y Jordania, entre otros, emitieron comunicados tajantes oponiéndose a cualquier plan de deportación forzada de gazatíes.

Lejos de acelerar el fin del conflicto, la intervención de Trump pareció prolongarlo. Netanyahu, fortalecido por el apoyo de Washington a su línea dura, endureció sus condiciones para un cese de hostilidades: en mayo declaró que implementar la “visión de Trump” para Gaza —es decir, una reconstrucción del enclave sin Hamás y con su población reubicada— se había vuelto un objetivo explícito de guerra.

Su ministro de Defensa moderado, Yoav Gallant, que se oponía al reasentamiento de Gaza, fue cesado del cargo, allanando el camino a los halcones en el gabinete. Las negociaciones para una tregua se estancaron mientras Israel perseguía la ilusión de una “victoria total” sobre Hamás combinada con una reingeniería demográfica de Gaza.

The Atlantic observó que tanto Hamás —decidido a resistir hasta el último gazatí— como los ultranacionalistas israelíes —decididos a no ceder sin cumplir sus ambiciones territoriales— quedaron envalentonados por la falta de freno externo, tornando el conflicto en un choque de absolutismos. Hamás, por su parte, tampoco cedió en su narrativa: negó que haya crisis humanitaria bajo su responsabilidad y se atrincheró en exigir un alto el fuego total y la retirada israelí a cambio de liberar rehenes, calculando que la presión internacional obligaría a Israel a ceder.

Ahora, a medida que las imágenes de niños muriendo de hambre inundan los medios globales, incluso Trump ha moderado el discurso, aunque no sabemos si en privado es diferente. El mandatario estadunidense dejó de mencionar su fantasioso plan de la Riviera y comenzó a urgir a Israel a “¡cerrar el trato en Gaza... que regresen los rehenes!”, según un mensaje que publicó a finales de junio, sugiriendo la necesidad de una tregua.

En privado, funcionarios de la nueva administración buscaban un acuerdo que incluya un alto el fuego de 60 días, liberación escalonada de rehenes israelíes a cambio de prisioneros palestinos, y un aumento sustancial de la entrada de ayuda. De hecho, el enviado especial de la Casa Blanca para Oriente Próximo, Steve Witkoff, inició una gira diplomática esta semana: se reunió con asesores de Netanyahu en Roma y luego voló a Qatar para negociar con mediadores de Hamás, pero que incluso, han tenido que abandonar las negociaciones por la "postura egoísta" de Hamás.

Se reporta que el borrador de acuerdo implicaría también discusiones sobre algún mecanismo de gobierno civil en Gaza tras la pausa, posiblemente involucrando a la Autoridad Palestina con apoyo internacional.


¿Y entonces, de quién es la culpa?

Desde el punto de vista de gran parte del mundo, las evidencias señalan hacia el lado israelí: el asedio militar prolongado, la reducción drástica de puntos de suministro y los obstáculos a la ayuda han sido los detonantes directos de esta tragedia evitable.

La ONU califica la situación de Gaza como “provocada por el hombre” y responsabiliza al bloqueo. Países aliados de Israel, como Francia o el Reino Unido, por primera vez han hablado abiertamente de responsabilidad israelí en la hambruna. Incluso dentro de Israel, la prolongación de la guerra genera crecientes críticas: más del 70% de los israelíes —aunque muchos no apoyan una solución de dos Estados— quieren que la guerra termine ya y que los rehenes regresen a casa, según encuestas recientes. 

Generales retirados advierten que seguir adelante con la ofensiva sin atender la catástrofe humanitaria está destruyendo la imagen global de Israel y socavando cualquier legitimidad moral. Netanyahu, cada vez más aislado políticamente, enfrenta un dilema: ceder a la presión internacional (y ahora en parte, de Estados Unidos) para frenar la guerra, o continuar satisfaciendo a sus socios de extrema derecha a costa de un repudio mundial sin precedentes y para evitar su caso de corrupción.

Por su parte, Hamás sigue exhibiendo brutal indiferencia hacia los gazatíes al mantener su lucha a cualquier costo, pero su narrativa de resistencia se ve reforzada por el sufrimiento visible de la población, lo que dificulta aún más que Israel alcance sus objetivos declarados.

Observadores apuntan que la guerra, tras 21 meses, “ya no tiene justificación militar” y se ha vuelto “interminable, indiscriminada y militarmente inútil”, erosionando el prestigio y la moral tanto de Israel como de toda la región.

La única forma de evitar que la hambruna masiva se cobre decenas de miles de vidas más es un alto el fuego inmediato que permita el acceso pleno de ayuda a cada rincón de Gaza. Así lo demandan no solo activistas, sino gobiernos aliados de Israel y voces desde dentro de su sociedad. Estados Unidos, históricamente clave para frenar las guerras israelíes, ahora “debe utilizar todo su poder para lograr un fin negociado de los combates”, opina The Economist, recalcando que esto es “esencial para evitar una hambruna masiva” y que incluso redunda en el interés nacional de Israel.

En otras palabras, contener el desastre humanitario ya no es solo una cuestión moral, sino estratégica.

Las próximas semanas serán cruciales. Si prosperan las negociaciones de alto el fuego de 60 días en curso, se abrirá una ventana para aumentar drásticamente los convoyes de alimentos y medicinas que lleguen a Gaza, y para que un nuevo acuerdo político aborde el futuro del enclave sin Hamás pero con protección para su pueblo. Muchos gazatíes, exhaustos tras años de bloqueo y guerra, probablemente apoyarían cualquier arreglo que les devolviera algo de normalidad y seguridad. Pero el reloj corre.

Cada día adicional de dilación en medio de la hambruna significa más muertes evitables y un sufrimiento indecible para cientos de miles de niños, ancianos y familias... y de también, el aumento del antisemitismo por las acciones emprendidas por Netanyahu. 

Excélsior

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