Durante mucho tiempo, el cine mexicano representó la diversidad sexual como un susurro: silenciado, reprimido o convertido en burla. La masculinidad era incuestionable, rígida, y cualquier desviación de la norma heteronormativa era reducida a estereotipos o a personajes que vivían en la tragedia o el ridículo.
Y sin embargo, lo queer ha estado ahí desde siempre, desafiando los márgenes, reinventando el lenguaje del deseo y la identidad. El cine mexicano LGBT+ ha recorrido un camino complejo, pero fundamental para ampliar las formas en las que entendemos la masculinidad, el amor y la libertad.
De lo oculto a lo evidente: una cronología de ruptura
La historia comenzó tímidamente en 1938, con La casa del ogro, dirigida por Fernando de Fuentes, donde Manuel Tamés interpretó a Don Pedrito, considerado el primer personaje homosexual en el cine mexicano. Se trataba de un personaje afeminado y amanerado que funcionaba como alivio cómico en el melodrama, encarnando los estereotipos de la época. Aunque no representaba una figura libre ni empoderada, su presencia marcó un hito inicial en la representación de la diversidad sexual en la pantalla nacional.
Décadas más tarde, en 1977, Arturo Ripstein llevó el erotismo homosexual al centro del relato con El lugar sin límites. Ahí, “La Manuela”, interpretada por Roberto Cobo, impuso su dignidad y deseo en un pueblo conservador. Fue un escándalo y un hito: el primer beso homosexual en el cine mexicano. Pero, fiel a la narrativa trágica de la época, el personaje fue condenado a un destino fatal.
Poco después, Jaime Humberto Hermosillo cambió las reglas. En lugar de condena o caricatura, ofreció personajes integrados en la sociedad. En Doña Herlinda y su hijo (1985), mostró a una madre que acepta la homosexualidad de su hijo y lo protege de las convenciones sociales. Hermosillo fue pionero en mostrar nuevas formas de familia, deseo y amor sin aspavientos ni juicios morales.
A inicios del nuevo milenio, un título icónico se volvió clave para hablar de deseo, exploración sexual y ruptura de los códigos masculinos: Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón. Aunque no es una película abiertamente LGBT+, sugiere con sutileza una tensión homoerótica entre los protagonistas, y su célebre beso final —entre Gael García Bernal y Diego Luna— deja entrever una experiencia sexual compartida que rompía con los límites tradicionales del deseo masculino en el cine comercial mexicano. Fue un momento clave: la ambigüedad se volvió transgresora.
Ese mismo espíritu transgresor marcó el cine de Julián Hernández, cuya ópera prima Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2003) narró, con sensibilidad poética, la búsqueda de afecto de un adolescente gay en la Ciudad de México. Le siguieron El cielo dividido (2006), Rabioso sol, rabioso cielo (2008) y Yo soy la felicidad de este mundo (2014), consolidando su obra como un laboratorio estético y emocional sobre el deseo y la identidad masculina.
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