Por María Martínez.- Ocho periodistas asesinados en México durante 2024. Ocho vidas silenciadas por ejercer su derecho —y su deber— de informar. Ocho nombres que no deberían sumarse a una lista que parece no tener fin. Así lo documenta el Informe Anual de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH, que coloca una vez más a México como el país más letal para la prensa en el continente.
No es una sorpresa. Cada año, las cifras se repiten con dolorosa precisión. Y cada año, el Estado mexicano responde con promesas, discursos falsos que niegan o minimizan el problema, y un aparato de justicia que no funciona. Mientras tanto, el miedo se instala en las redacciones, en los micrófonos, en las libretas de reporteros que saben que pueden ser los siguientes.
La Relatoría advierte sobre patrones estructurales de violencia e impunidad. Habla de periodistas desplazados, exiliados, obligados a abandonar su vocación para salvar la vida. De mujeres comunicadoras que enfrentan además violencia diferenciada, invisibilizada por un sistema patriarcal que no las nombra ni las protege.
Pero aquí seguimos, escuchando cómo desde el poder se desacredita a la prensa crítica, se niega la gravedad del contexto, y se persigue a quien incomoda. Porque en México, decir la verdad puede costarte la vida, y denunciarlo puede convertirte en blanco.
¿De qué sirve un Estado que no garantiza lo más básico: la vida, la libertad, la justicia? ¿De qué sirve una democracia si se mata a quienes la vigilan y la cuestionan?
El periodismo no es el enemigo. Es el espejo que incomoda, sí, pero que también revela. Defenderlo no es un lujo, es una necesidad urgente. Porque cada periodista asesinado no solo pierde la vida: nos arrebata una parte del derecho colectivo a saber.
Y mientras no se rompa el pacto de impunidad, mientras no se reconozca desde el poder que hay una emergencia nacional que amenaza a la libertad de expresión, el silencio seguirá matando.
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