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Por Víctor Iván Gutiérrez.- Cuarenta años después, el sismo de 1985 sigue siendo territorio en disputa. Como generalmente ocurre año con año, las conmemoraciones de este evento resaltaron la participación de los vecinos en la organización del rescate de las víctimas, la conformación de albergues provisionales, así como la coordinación de apoyos para la atención de damnificados. Además, coincidieron en recordar la torpe reacción de Miguel de la Madrid. En estas conmemoraciones también se presentaron algunos especialistas que, en el afán de repensar el significado histórico de un acontecimiento cada vez más lejano, plantearon la necesidad de revisar estas interpretaciones dominantes sobre el sismo. Para ello trazaron la distinción entre la memoria que transmitieron los testigos de la catástrofe y la memoria del sismo que se heredó a través de los años. Argumentaron que muchos de los testigos ya fallecieron, mientras que los jóvenes de hoy recuerdan el sismo de 1985 en función de lo narrado por sus familiares y, sobre todo, con base en su experiencia como testigos del sismo de 2017. 

Las conmemoraciones plantearon tres argumentos centrales. El primero consistió en que tras la reacción de la ciudadanía se escondió una empatía humanitaria que arrojó a la gente a las calles a apoyar a las víctimas; el otro argumento sostuvo que la solidaridad y el heroísmo fueron un reflejo sicológico que por lo general ocurre en las personas que se han visto expuestas a una catástrofe y cuyas acciones solidarias se traducen como respuestas síquicas al miedo, la ansiedad y la percepción de la vulnerabilidad ante la naturaleza. El tercer argumento señaló que el significado político de la reacción ciudadana fue una construcción que se fraguó con los años a través de las mismas conmemoraciones, las crónicas de algunos intelectuales y los usos políticos que se han hecho del sismo a través del tiempo. 

Pero esta tendencia revisionista no evaluó los impactos que seguramente estaba provocando –para septiembre de 1985– la crisis financiera de 1982, con su subida abrupta de precios y depreciación del poder adquisitivo; ni tampoco el autoritarismo gubernamental que no daba espacio a la disidencia ni a la participación política independiente. Ni qué decir del ambiente social, ya muy enrarecido debido al agotamiento del discurso “revolucionario” que, para mitad del sexenio del gobierno de Miguel de la Madrid, comenzaba a implantar –so pretexto de detener la inflación– las políticas dirigidas a afectar el crecimiento del salario, desregular el comercio exterior y desmantelar los sectores públicos del Estado. 

¿Por qué estas voces omiten recordar que a mitad de los años 80 ya había un divorcio entre la ciudadanía y sus autoridades? ¿Por qué restan importancia al agotamiento de la legitimidad del Estado mexicano, el cual era valorado por amplios sectores de la población como ineficiente, corrupto y represor? 

Quizá tras todos estos esfuerzos por despolitizar la reacción ciudadana del sismo de 1985 exista un deseo de ocultar que la catástrofe activó no sólo la necesidad sicológica de empatizar con las víctimas y amainar la angustia respecto a la posibilidad de morir, sino también el malestar acumulado por muchos años que encontró en la tardía reacción de Miguel de la Madrid la oportunidad para materializar la indignación y los cauces para la participación ciudadana. 

Probablemente por eso algunas voces se empecinan en promover la tesis de que esta participación no fue reflejo de una honda y genuina indignación ciudadana, sino, al contrario, de un relato construido por los intelectuales de izquierda (algunos cercanos al actual gobierno), particularmente, en libros como Nada, nadie. Las voces del temblor (1987), de Elena Poniatowska, y No sin nosotros (2005), de Carlos Monsiváis. 

Si bien es cierto que, de manera similar a 1968, el sentido y el significado histórico del acontecimiento (en este caso el sismo) no apareció el mismo 19 de septiembre de 1985, ya que fue fraguado año con año por aquellos que lo rememoraban desde sus condiciones y necesidades de su presente, ¿el contenido político de la reacción ciudadana obedeció únicamente a las resignificaciones realizadas por algunos intelectuales? La aparición de tres acontecimientos posteriores erosiona esta especulación: el nacimiento del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en la UNAM (1986-1987); la aparición del movimiento neocardenista que disputó la presidencia de la República en 1988 y la oportunidad de que los ciudadanos de la capital pudieran elegir sus representantes políticos (1997) dan cuenta de ello. 

Y ni hablar de la actualización a los reglamentos de construcción: un reconocimiento silencioso de la culpa compartida entre el sector público y el privado en los derrumbes. Sería absurdo dejar de reconocer que los imaginarios alrededor de los acontecimientos se construyen con el paso del tiempo, pero más absurdo sería dar por sentado que en la reacción ciudadana tras el sismo de 1985 no influyeron la inflación, el deterioro social, el autoritarismo y la cerrazón de una clase política que desde años atrás se encontraba muy lejos de las necesidades e intereses de la ciudadanía. El sismo se encuentra ya 40 años atrás. Ahora, las conmemoraciones se convierten en nuevos objetos de interés y, sobre todo, de disputa política por el recuerdo. 

LA JORNADA

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